Eran los tiempos del juicio de un tal RochyRD y un poco antes de que todos hablaran de que una denominada Tokisha lograra un hito en el mundo de la música que nadie más en un país, cargado de tanto talento, talento decente, creativo y con mensajes y aportes, jamás habían logrado. Confieso que no presté mucha atención a estas nuevas tenencias.
Me sofocaba en un día lluvioso lo cargado de mi agenda. Pensar no solo en las tres audiencias del día, una en San Cristobal y dos en Ciudad Nueva, las que demandarían toda la creatividad y como dicen en los barrios, las muelas para al menos suspender una de estas, también estaban los agobios por llegar del resto de las audiencias de la semana que apenas iniciaba.
Sin saber a ciencia cierta quienes son RochyRD y Tokisha, si habían grabado algo en conjunto o si tuvieron algún romance, entré al salón de audiencia del Cuarto Colegiado del Distrito Nacional. No tenía audiencia allí, pero era el lugar más próximo a mi sala de audiencia que aún tenía espacio para sentarse, y fui allí a esperar que llegara mi audiencia que era la numero catorce en el rol del tercer juzgado de la instrucción.
El tercer juzgado ocupaba un salón pequeñito que recién iniciaba con sus audiencias y que estaba abarrotado y por la pandemia se ordenó retirar los asientos para usuarios de los pasillos, por lo que usé mi condición de abogado para encontrar donde ubicarme. Así que me senté a escribir en este esclavizante aparato inteligente. Víctima de robo de atención, y a cinco chats de distancia, llamó mi atención lo que empezaba a ocurrir. Una señora de avanzada edad fue conducida, ayudada por otras dos mujeres más jóvenes a la zona ocupada por los presos, perdón ahora hay que decir “internos”. Los VTP’s que son los agentes penitenciarios de custodias del nuevo modelo finalmente se quebraron a los ruegos de la señora y los demás familiares y como veinte NO después asintieron para permitir que la señora llegara hasta su nieto.
Él, el nieto, había sido condenado apenas unos minutos antes. Su audiencia fue el día anterior pero por lo avanzado de la hora la decisión se fijó para el hoy que relato. Treinta años. Eso dijo el tribunal que merecía.
El joven, sí, era muy joven, quizá unos veintidós años a lo sumo. Eso aparentaba. Apretó sus dientes y se encorvó como si tuviera un dolor estomacal al escuchar la sentencia. Salvo eso permaneció tranquilo. Puso sus brazos ligeramente hacia adelante y casi de manera automática uno de los agentes le ponía las esposas, luego de lo que lo trasladó unos bancos hacia atrás donde lo sentó. El tribunal salió de escena por cualquier razón que no logré escuchar. El joven condenado miraba fijamente un escudo de la bandera dominicana colgado al fondo del salón poco detrás del lugar de asiento de los jueces. No exhibía emociones. No más de tres veces apartó los ojos, siempre fijos en el escudo para mirar atrás y apreciar si daban resultado las diligencias de sus familiares para hacer entrar a su abuela. Luego volvía a fijarse en el escudo, casi sin pestañear. En ese momento me preguntaba que pasaba por su ahora cabeza condenada.
Cuando la señora fue permitida a acercarse, el ruido que hacía el bastón al chocar con las cerámicas del piso, el que usaba en su mano derecha a pesar de la ayuda de las otras mujeres, anunció al penado nieto la aproximación de su abuela. La que se escurrió desde el extremo derecho de la banca hasta el lugar ocupado por su nieto. Entonces sí. Frente a ella. El condenado se desplomó. Fue como si abrieran una llave de agua desde sus glándulas lacrimales. No pronunciaba palabras pero temblaba de la boca y tenía un leve moco poco viscoso que salía del orificio izquierdo de su nariz.
La señora también lloraba, aunque no pude notar si sus lágrimas eran copiosas. Había sacado de no sé de donde un pañuelo azul claro con el que secaba los mocos de su nieto. Se dirigió a este con unas palabras muy cansadas pero penetrantes diciéndole: -“Despídete de mi Joselo, enferma soy y vieja, si acaso viva yo unos pocos años más y mi enfermedad me impedirá visitarte a la cárcel. Este es mi velatorio para ti y quiero que sepas que si papá Dios me lo permite donde esté velaré nueva vez por ti. Eres mi nieto, mi niño y te voy a querer por siempre”. Decía esto y pasaba su mano derecha abierta de delante hacia atrás por la cabeza del sentenciado. Parecía peinar su cabello de esa manera. “Por un tiempo ambos estaremos muertos” dijo finalmente la señora al ahora cabizbajo reo.
El joven no levantó la cabeza. Balbuceó unas palabras. Sonaba disfonico y entrecortado. “Mamá esto no acaba aquí. Mi abogado me dijo que apelará. No quiero que se me muera estando yo preso. Quiero salir para cumplirle la promesa de ir donde la Virgen de la Altagracia. Pero si no ocurre, si la justicia se me niega, quiero que vaya en paz y allá Dios le corroborará lo que su corazón ya sabe, que yo soy inocente”.
Lo dijo muy elocuente y educadamente. Me sorprendieron sus palabras, las que trató extrañamente que solo escucharan los muy cercanos. No gritaba improperios contra el sistema ni vociferaba su inocencia.
Ya no supe más de la escena porque fui llamado para mi otra audiencia. Un colega esperaba por ambos en la otra sala de audiencia y tuve que salir de allí. Mientras caminaba por el pasillo y me alejaba de esa escena, por una lógica razón se me aposentó en la memoria el estribillo de la canción de Rubén Blade “Amor y Control”.