No entendemos las parábolas. Estoy convencido de que, si de verdad las entendiéramos, la mitad de los bancos se vaciarían cuando el sacerdote comienza a decir “Lectura del Santo Evangelio…”. Solo la insinuación de que ese día iba a leerse una parábola bastaría para dejar la iglesia medio desierta, porque los fieles huirían como alma que lleva el diablo. Y buena parte de los que se quedasen se taparían los oídos, aterrorizados por lo que podrían escuchar.
¿Qué es una parábola? Una especie de cuento, respondería la mayor parte de la gente. Gran error. Como un explorador corto de vista que acaricia la cabeza de un león pensando que es un manso gatito, confundimos las parábolas con cuentecitos inofensivos y vagamente morales, que ya nos sabemos de memoria. Cuando se leen en Misa, tendemos a pensar en nuestro interior: “Ah, esa ya la conozco”. Y desconectamos, porque en nuestra insensatez creemos que ya nos sabemos la historia o la moraleja o el mensaje. Y lo cierto es que no entendemos nada de nada. Ni siquiera comprendemos lo que es una parábola.
Veamos una historia real que muestra lo peligrosa que es una parábola. Dios la incluyó en la misma Biblia hace unos tres mil años, para que pudiéramos escarmentar en cabeza ajena y empezásemos a vislumbrar la terrible realidad de las parábolas.
Como sabrán los lectores, el gran rey David era un hombre bueno y justo… hasta que dejaba de serlo. En particular, se recuerda de él un desafortunado asuntillo de adulterio y asesinato: un día vio desde su palacio cómo se bañaba una mujer bellísima, Betsabé, y, porque él lo valía, porque era el Rey, pidió que se la trajesen y se acostó con ella. Como todos los pecadores, pensó que se había salido con la suya y que el asuntillo le iba a salir gratis, pero resultó que Betsabé le mandó un mensaje diciendo que estaba encinta. David palideció, porque Betsabé no solo estaba casada, sino que estaba casada con uno de sus generales, Urías el Hitita, el cual estaba luchando por orden del Rey lejos de Jerusalén.
Urías era un soldado leal al Rey, pero David sabía perfectamente que la lealtad tenía sus límites y que, si el general se enterase, dirá, como si de un español avant-la-lettre se tratara:
Al Rey, la hacienda y la vida
se ha de dar, pero el honor
es patrimonio del alma,
y el alma solo es de Dios.
Así que David pensó lo que tantas veces hemos pensado todos: con un pecado borraré otro, mintiendo saldré de este apuro. Y trató de engañar a Urías, para que pensara que el hijo era suyo. Pero todo le salió mal. Y para más inri, le salió mal porque Urías era un hombre recto y leal, que no estaba dispuesto a dormir en un cómodo lecho con su mujer mientras sus hombres pasaban penurias en el frente de batalla.
Entonces el Rey decidió que, si no bastaba un pecado pequeño para borrar otro pecado, lo que había que hacer era cometer un pecado mayor y asesinó a Urías. Lo asesinó inteligentemente, como en una película de misterio, asegurándose de que nadie pudiera descubrir que lo había hecho: ordenó que Urías fuera asignado a la parte más peligrosa de la batalla y que, en el momento justo, las tropas se retirasen para dejarlo a merced del enemigo.
Así sucedió y, por fin, David se quedó tranquilo. Había cometido el crimen perfecto e iba a quedar impune. Era la imagen profética del hombre de nuestra época, que nada odia más que la idea de que alguien pueda decirle lo que tiene o no tiene que hacer. Con la ventaja añadida de que, como en tiempos de David aún no habían nacido ni Sherlock Holmes, ni Poirot, ni Miss Marple, el Rey no tenía que preocuparse de que hubiera un detective entrometido que le sacara los colores.
No contaba, sin embargo, con el Entrometido por antonomasia, porque Dios había entrado en la historia de los hombres para quedarse. Y Dios no le mandó un inteligente detective. Le mandó algo muchísimo más peligroso: un profeta.
El profeta Natán, enviado para hablar en nombre de Dios, tenía una sabiduría más alta que la sabiduría de los hombres y sabía que David no estaría dispuesto a escucharle. Sabía que David, con sus poderes de Rey, había elegido negar su pecado y ocultarlo a la vista de todos, como si así no existiese más.
¿Qué hizo entonces el profeta? Le contó una parábola. Un simpático e inofensivo cuentecito, sobre un hombre rico, que tenía muchas ovejas y vivía junto a un hombre pobre. El pobre solo tenía una oveja, pero la quería con locura: la mimaba, la cuidaba, la ponía sobre sus hombros y la alimentaba con cariño. Era su consuelo y su descanso. Sucedió un día que el hombre rico recibió en su casa a un huésped y, como era un hombre cortés y amable, quiso agasajar a su invitado con un banquete. Sin embargo, como también era un avaro miserable y un sinvergüenza, no quería matar una de sus ovejas, así que tomó la ovejita del pobre, la niña de sus ojos, y la mató para darse un banquete con su amigo.
“¿Qué habría que hacer con ese hombre?“, preguntó entonces Natán al Rey, con esa cara inofensiva e ingenua que tan bien sabía poner.
“Matarlo, ajusticiarlo y retorcerle la nariz hasta que se le caiga en la sopa», dijo David. O algo así, estoy citando de memoria.
Entonces Natán, muy serio, sacó el estoque para rematar la faena: ”¡Ese hombre eres tú!“, le dijo al Rey.
Se hizo un completo silencio en la corte. No sabemos si David se desmayó, si sintió que se le caía el mundo encima o si tuvo que ir rápidamente a su habitación a cambiarse de ropa interior. Sin embargo, podemos deducir el efecto que tuvo en él la simpática e inocente parabolita por el hecho de que cambió su vida por completo. El Rey, como el más humilde de sus súbditos, reconoció su pecado, rasgó sus vestiduras y se vistió de saco y ceniza para hacer penitencia públicamente. Y Dios le perdonó.
¿Colorín colorado, este cuento se ha acabado? ¡No! Las mismas palabras que le dijo Natán a David, las que hicieron que el Rey que mató a sus diez mil y venció al gigante Goliat se pusiera a temblar como una niña, te las dice hoy Dios a ti, cada vez que escuchas una parábola: ¡Ese hombre eres tú!
Y si no te pones a temblar como una niña tú también es simplemente porque eres más tonto que David, porque tu corazón está más endurecido aún que el suyo y porque aún crees que puedes ocultar tu pecado y hacer como si no existiese.
¡Ese hombre eres tú! Las parábolas no son cuentecitos inocentes. Son la voz del Altísimo que pronuncia sentencia sobre ti. La misma voz que quiebra los cedros del Líbano, que creó las galaxias, que tiró por tierra a los soldados en la Pasión y a la cual nadie puede resistir. Son como la radiografía que se hace alguien que sospecha que está enfermo de cáncer, como una espada de doble filo que penetra hasta lo profundo del alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas, y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón. Como una trompeta que proclama la cercanía del Juicio Final y te avisa de cuál sería tu suerte hoy en ese Juicio.
Las parábolas ponen ante tus ojos a miserables sinvergüenzas, ovejas a merced de los lobos, hombres golpeados por el camino, avaros que mueren enamorados de sus riquezas, hipócritas religiosos, trigo y cizaña, paseantes que encuentran tesoros, vírgenes necias, vírgenes sabias, plantas sin raíces, viñadores asesinos, hijos desagradecidos, reyes triunfantes, administradores injustos… ¿Qué sentencia dicta hoy la Palabra de Dios sobre ti? ¿Quién eres tú?
Tú. No nosotros, no “hay gente que», no tu vecino, no la sociedad, no los ateos, no Trump, ni Rajoy, ni Puigdemont. Dios te habla a ti en las parábolas, cara a cara, como le hablaba a Moisés, y te dice: ¡Ese hombre eres tú! Dios te dice la verdad sobre tu vida, ¿quién será tan tonto como para no prestar atención? Más aún, ¿quién será tan tonto como para confundir con un inofensivo cuentecillo la voz del Altísimo?