FILOSOFÍAPUNTUAL

La crisis de la Libertad

La libertad ha sido un episodio. «Episodio» significa «entreacto». La sensación de libertad se ubica en el tránsito de una forma de vida a otra, hasta que finalmente se muestra como una forma de coacción. Así, a la liberación sigue una nueva sumisión. Este es el destino del sujeto, que literalmente significa «estar sometido».

Hoy creemos que no somos un sujeto sometido, sino un proyecto libre que constantemente se replantea y se reinventa. Este tránsito del sujeto al proyecto va acompañado de la sensación de libertad. Pues bien, el propio proyecto se muestra como una figura de coacción, incluso como una forma eficiente de subjetivación y de sometimiento. El yo como proyecto, que cree haberse liberado de las coacciones externas y de las coerciones ajenas, se somete a coacciones internas y a coerciones propias en forma de una coacción al rendimiento y la optimización.

Vivimos una fase histórica especial en la que la libertad misma da lugar a coacciones. La libertad del poder hacer genera incluso más coacciones que el disciplinario deber. El deber tiene un límite. El poder hacer, por el contrario, no tiene ninguno. Es por ello por lo que la coacción que proviene del poder hacer es ilimitada. Nos encontramos, por tanto, en una situación paradójica. La libertad es la contrafigura de la coacción. La libertad, que ha de ser lo contrario de la coacción, genera coacciones. Enfermedades como la depresión y el síndrome de burnout son la expresión de una crisis profunda de la libertad. Son un signo patológico de que hoy la libertad se convierte, por diferentes vías, en coacción.

El sujeto del rendimiento, que se pretende libre, es en realidad un esclavo. Es un esclavo absoluto, en la medida en que sin amo alguno se explota a sí mismo de forma voluntaria. No tiene frente a sí un amo que lo obligue a trabajar. El sujeto del rendimiento absolutiza la mera vida y trabaja. La mera vida y el trabajo son las caras de la misma moneda. La salud representa el ideal de la mera vida. Al esclavo neoliberal le es extraña la soberanía, incluso la libertad del amo que, según la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel, no trabaja y únicamente goza. Esta soberanía del amo consiste en que se eleva sobre la propia vida e incluso acepta la muerte. Este exceso, esta forma de vida y de goce, le es extraño al esclavo trabajador preocupado por la mera vida. Frente a la presunción de Hegel, el trabajo no lo hace libre. Sigue siendo un esclavo. El esclavo de Hegel obliga también al amo a trabajar. La dialéctica del amo y el esclavo conduce a la totalización del trabajo.

El sujeto neoliberal como empresario de sí mismo no es capaz de establecer con los otros relaciones que sean libres de cualquier finalidad. Entre empresarios no surge una amistad sin fin alguno. Sin embargo, ser libre significa estar entre amigos. «Libertad» y «amigo» tienen en el indoeuropeo la misma raíz. La libertad es, fundamentalmente, una palabra relacional. Uno se siente libre solo en una relación lograda, en una coexistencia satisfactoria. El aislamiento total al que nos conduce el régimen liberal no nos hace realmente libres. En este sentido, hoy se plantea la cuestión de si no deberíamos redefinir, reinventar la libertad para escapar a la fatal dialéctica que la convierte en coacción.

El neoliberalismo es un sistema muy eficiente, incluso inteligente, para explotar la libertad. Se explota todo aquello que pertenece a prácticas y formas de libertad, como la emoción, el juego y la comunicación. No es eficiente explotar a alguien contra su voluntad. En la explotación ajena, el producto final es nimio. Solo la explotación de la libertad genera el mayor rendimiento.

Curiosamente, también Marx define la libertad como una relación lograda con el otro: “Solamente dentro de la comunidad con otros todo individuo tiene los medios necesarios para desarrollar sus dotes en todos los sentidos; solamente dentro de la comunidad es posible, por tanto, la libertad personal”.

En consecuencia, ser libre no significa otra cosa que realizarse mutuamente.

La libertad es un sinónimo de libertad lograda. La libertad individual representa para Marx una astucia, una trampa del capital. La «libre competencia», que descansa en la idea de la libertad individual, es solo «la relación del capital consigo mismo como otro capital, vale decir, el comportamiento real del capital en cuanto capital». El capital realiza su reproducción relacionándose consigo mismo como otro capital por medio de la competencia. El capital copula con el otro de sí mismo por mediación de la libertad individual. Mientras se compite libremente, el capital aumenta. La libertad individual es una esclavitud en la medida en que el capital la acapara para su propia proliferación. Así, para reproducirse, el capital explota la libertad del individuo: «En la libre competencia no se pone como libres a los individuos, sino que se pone como libre al capital».

Por mediación de la libertad individual se realiza la libertad del capital. De este modo, el individuo libre es degradado a órgano sexual del capital. La libertad individual confiere al capital una subjetividad «automática» que lo impulsa a la reproducción activa. Así, el capital «pare» continuamente «crías vivientes».  La libertad individual, que hoy adopta una forma excesiva, no es en último término otra cosa que el exceso del capital.

La dictadura del capital
Según Marx, las fuerzas productivas (la fuerza de trabajo, el modo de trabajo y los medios de producción materiales), en un determinado nivel de su desarrollo, entran en contradicción con las relaciones de producción dominantes (relaciones de propiedad y dominación). Esto ocurre porque las fuerzas productivas progresan continuamente. Así, la industrialización genera nuevas fuerzas productivas que entran en contradicción con las relaciones de propiedad y dominación de tipo feudal, lo que conduce a crisis sociales que presionan para promover un cambio de las relaciones de producción. La contradicción se elimina mediante la lucha del proletariado contra la burguesía, que genera el orden social comunista.

Frente a la presunción de Marx, no es posible superar la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones productivas mediante una revolución comunista. Es insuperable. El capitalismo, precisamente por esta condición intrínseca de carácter permanente, escapa hacia el futuro. De este modo, el capitalismo industrial muta en neoliberalismo o capitalismo financiero con modos de producción posindustriales, inmateriales, en lugar de trocarse en comunismo.

El neoliberalismo, como una forma de mutación del capitalismo, convierte al trabajador en empresario. El neoliberalismo, y no la revolución comunista, elimina la clase trabajadora sometida a la explotación ajena. Hoy cada uno es un trabajador que se explota a sí mismo en su propia empresa. Cada uno es amo y esclavo en una persona. También la lucha de clases se transforma en una lucha interna consigo mismo.

No es la multitude cooperante que Antonio Negri eleva a sucesora posmarxista del «proletariado», sino la solitude del empresario aislado, enfrentado consigo mismo, explotador voluntario de sí mismo, la que constituye el modo de producción presente. Es un error pensar que la multitude cooperante derriba al «Imperio parasitario» y construye un orden social comunista. Este esquema marxista, al que Negri se aferra, se mostrará de nuevo como una ilusión.

Ya no es posible sostener la distinción entre proletariado y burguesía. El proletario es literalmente aquel que tiene a sus hijos como única posesión. Su autoproducción se limita únicamente a la reproducción biológica. Hoy, por el contrario, se extiende la ilusión de que cada uno, en cuanto proyecto libre de sí mismo, es capaz de una autoproducción ilimitada. En la actualidad es estructuralmente imposible la «dictadura del proletariado». Hoy todos estamos dominados por una dictadura del capital.

El régimen neoliberal transforma la explotación ajena en la autoexplotación que  afecta a todas las «clases». La autoexplotación sin clases le es totalmente extraña a Marx. Esta hace imposible la revolución social, que descansa en la distinción entre explotadores y explotados. Y por el aislamiento del sujeto de rendimiento, explotador de sí mismo, no se forma ningún nosotros político con capacidad para una acción común.

Quien fracasa en la sociedad neoliberal del rendimiento se hace a sí mismo responsable y se avergüenza, en lugar de poner en duda a la sociedad o al sistema. En esto consiste la especial inteligencia del régimen neoliberal. No deja que surja resistencia alguna contra el sistema. En el régimen de la explotación ajena, por el contrario, es posible que los explotados se solidaricen y juntos se alcen contra el explotador. Precisamente en esta lógica se basa la idea de Marx de la «dictadura del proletariado». Sin embargo, esta lógica presupone relaciones de dominación represivas. En el régimen neoliberal de la autoexplotación uno dirige la agresión hacia sí mismo. Esta autoagresividad no convierte al explotado en revolucionario, sino en depresivo.

Ya no trabajamos para nuestras necesidades, sino para el capital. El capital genera sus propias necesidades, que nosotros, de forma errónea, percibimos como propias. El capital representa una nueva trascendencia, una nueva forma de subjetivización. De nuevo somos arrojados del nivel de la inmanencia de la vida, donde la vida se relacionaría consigo misma en lugar de someterse a un fin extrínseco.

La política moderna se caracteriza por la emancipación del orden trascendente, esto es, de las premisas fundamentadas religiosamente. Solo en la Modernidad, en la que los recursos de fundamentación trascendentes ya no tuvieran validez alguna, sería posible una política, una politización completa de la sociedad. De este modo, las normas de acción se podrían negociar libremente. La trascendencia cedería ante el discurso inmanente a la sociedad. Así, la sociedad tendría que levantarse de nuevo desde su inmanencia. Por el contrario, se abandona de nuevo la libertad en el momento en que el capital se erige en una nueva trascendencia, en un nuevo amo. La política acaba convirtiéndose de nuevo en esclavitud. Se convierte en un esbirro del capital.

¿Queremos ser realmente libres? ¿Acaso no hemos inventado a Dios para no tener que ser libres? Frente a Dios todos somos culpables. Pero la culpa  elimina la libertad. Hoy los políticos acusan al elevado endeudamiento de que su libertad de acción esté enormemente limitada. Si estamos libres de deuda, vale decir, si somos plenamente libres, tenemos que actuar de verdad. Quizás incluso nos endeudamos permanentemente para no tener que actuar, esto es, para no tener que ser libres ni responsables. ¿Acaso no son las elevadas deudas una prueba de que no tenemos en nuestro haber el ser libres? ¿No es el capital un nuevo Dios que otra vez nos hace culpables? Walter Benjamin concibe el capitalismo como una religión. Es el «primer caso de un culto que no es expiatorio sino culpabilizador». Porque no es posible liquidar las deudas, se perpetua el estado de falta de libertad: «Una terrible conciencia de culpa que no sabe cómo expiarse, recurre al culto no para expiar la culpa sino para hacerla universal».

Dictadura de la transparencia
Al principio se celebró la red digital como un medio de libertad ilimitada. El primer eslogan publicitario de Microsoft, Where do you want to go today?, sugería una libertad y movilidad ilimitadas en la web. Pues bien, esta euforia inicial se muestra hoy como una ilusión. La libertad y la comunicación ilimitadas se convierten en control y vigilancia totales. También los medios sociales se equiparan cada vez más a los panópticos digitales que vigilan y explotan lo social de forma despiadada. Cuando apenas acabamos de liberarnos del panóptico disciplinario, nos adentramos en uno nuevo aún más eficiente.

A los reclusos del panóptico benthamiano se los aislaba con fines disciplinarios y no se les permitía hablar entre ellos. Los residentes del panóptico digital, por el contrario, se comunican intensamente y se desnudan por su propia voluntad. Participan de forma activa en la construcción del panóptico digital. La sociedad del control digital hace un uso intensivo de la libertad. Es posible solo gracias a que, de forma voluntaria, tienen lugar una iluminación y un desnudamiento propios. El Big Brother digital traspasa su trabajo a los reclusos. Así, la entrega de datos no sucede por coacción, sino por una necesidad interna. Ahí reside la eficiencia del panóptico.

También se reclama transparencia en nombre de la libertad de comunicación. La transparencia es en realidad un dispositivo neoliberal. De forma violenta vuelve todo hacia el exterior para convertirlo en información. En el modo actual de producción inmaterial, más información y comunicación significan más productividad, aceleración y crecimiento. La información es una positividad que puede circular sin contexto por carecer de interioridad. De esta forma es posible acelerar la circulación de información.

El secreto, la extrañeza o la otredad representan obstáculos para una comunicación ilimitada. De ahí que sean desarticulados en nombre de la transparencia. La comunicación se acelera cuando se allana, esto es, cuando se eliminan todas las barreras, muros y abismos. También a las personas se las desinterioriza, porque la interioridad obstaculiza y ralentiza la comunicación. Esta desinteriorización no sucede de forma violenta. Tiene lugar de forma voluntaria. Se desinterioriza la negatividad de la otredad o de la extrañeza en pos de la diferencia o de la diversidad comunicable o consumible. El dispositivo de la transparencia obliga a una exterioridad total con el fin de acelerar la circulación de la información y la comunicación. La apertura sirve en última instancia para la comunicación ilimitada, ya que el cierre, el hermetismo y la interioridad bloquean la comunicación.

Una conformidad total es una consecuencia adicional del dispositivo de la transparencia. Reprimir las desviaciones es constitutivo de la economía de la transparencia. La red y la comunicación totales tienen ya como tales un efecto allanador. Generan un efecto de conformidad, como si cada uno vigilara al otro, y ello previamente a cualquier vigilancia y control por servicios secretos. Hoy la vigilancia tiene lugar también sin vigilancia. Como por obra de moderadores invisibles, se allana la comunicación y se la reduce al acuerdo general. Esta vigilancia primaria, intrínseca es mucho más problemática que la secundaria, a cargo de servicios secretos.

El neoliberalismo convierte al ciudadano en consumidor. La libertad del ciudadano cede ante la pasividad del consumidor. El votante, en cuanto consumidor, no tiene un interés real por la política, por la configuración activa de la comunidad. No está dispuesto ni capacitado para la acción política común. Solo reacciona de forma pasiva a la política, refunfuñando y quejándose, igual que el consumidor ante las mercancías y los servicios que le desagradan. Los políticos y los partidos también siguen esta lógica del consumo. Tienen que proveer. De este modo, se degradan a proveedores que han de satisfacer a los votantes en cuanto consumidores o clientes.

La transparencia que hoy se exige de los políticos es todo menos una reivindicación política. No se exige transparencia frente a los procesos políticos de decisión, por los que no se interesa ningún consumidor. El imperativo de la transparencia sirve sobre todo para desnudar a los políticos, para desenmascararlos, para convertirlos en objeto de escándalo. La reivindicación de la transparencia presupone la posición de un espectador que se escandaliza. No es la reivindicación de un ciudadano con iniciativa, sino la de un espectador pasivo. La participación tiene lugar en la forma de reclamación y queja. La sociedad de la transparencia, que está poblada de espectadores y consumidores, funda una democracia de espectadores.

La autodeterminación informativa es una parte esencial de la libertad. Ya en la sentencia del Tribunal Constitucional de Alemania sobre el censo nacional, en 1984, se afirma lo siguiente:

“Serían incompatibles con el derecho a la autodeterminación informativa un orden social y su respectivo orden jurídico en los que el ciudadano no pudiera saber quién sabe de él, así como tampoco qué, cuándo y en qué ocasión se sabe de él”

No obstante, se trataba de una época en la que se creía que había que enfrentarse al Estado como a una instancia de dominación que arrebataba información a los ciudadanos contra su voluntad. Hace mucho que esa época quedó atrás. Hoy nos ponemos al desnudo sin ningún tipo de coacción ni de prescripción. Subimos a la red todo tipo de datos e informaciones sin saber quién, ni qué, ni cuándo, ni en qué lugar se sabe de nosotros. Este descontrol representa una crisis de la libertad que se ha de tomar en serio. En vista de la cantidad y el tipo de información que de forma voluntaria se lanza a la red indiscriminadamente, el concepto de protección de datos se vuelve obsoleto.

Nos dirigimos a la época de la psicopolítica digital. Avanza desde una vigilancia  pasiva hacia un control activo. Nos precipita a una crisis de la libertad con mayor alcance, pues ahora afecta a la misma voluntad libre. El Big Data es un instrumento psicopolítico muy eficiente que permite adquirir un conocimiento integral de la dinámica inherente a la sociedad de la comunicación. Se trata de un conocimiento de dominación que permite intervenir en la psique y condicionarla a un nivel prerreflexivo.

La apertura del futuro es constitutiva de la libertad de acción. Sin embargo, el Big Data permite hacer pronósticos sobre el comportamiento humano. De este modo, el futuro se convierte en predecible y controlable. La psicopolítica digital transforma la negatividad de la decisión libre en la positividad de un estado de cosas. La persona misma se positiviza en cosa, que es cuantificable, mensurable y controlable. Sin embargo, ninguna cosa es libre. Sin duda alguna, la cosa es más transparente que la persona. El Big Data anuncia el fin de la persona y de la voluntad libre.

Todo dispositivo, toda técnica de dominación, genera objetos de devoción que se introducen con el fin de someter. Materializan y estabilizan el dominio. «Devoto» significa «sumiso». El smartphone es un objeto digital de devoción, incluso un objeto de devoción de lo digital en general. En cuanto aparato de subjetivación, funciona como el rosario, que es también, en su manejabilidad, una especie de móvil. Ambos sirven para examinarse y controlarse a sí mismo. La dominación aumenta su eficacia al delegar a cada uno la vigilancia. El me gusta es el amén digital. Cuando hacemos clic en el botón de me gusta nos sometemos a un entramado de dominación. El smartphone no es solo un eficiente aparato de vigilancia, sino también un confesionario móvil. Facebook es la iglesia, la sinagoga global (literalmente, la congregación) de lo digital.

Fuente :
por Byung-Chul Han

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